Lee Atwater, el fantasma de las elecciones en EE.UU.

Una nota de la actual edición del New Yorker recuerda la figura de un asesor clave de la política norteamericana. Y afirma que su sombra aún está presente en la actual contienda. Una historia más del american dream.
Reagan y Atwater, a la derecha: aquellos viejos buenos tiempos.
El gran operador murió a los 40 años. Antes se convirtió al catolicismo.



Por Mauricio Runno


En su actual edición, el New Yorker, mediante un despacho de la periodista Dorothy Wickenden, trae el recuerdo de un consultor político bastante célebre y más que protagonista de las campañas que determinaron el acceso de los republicanos desde 1988. Justamente la historia de la nota ("Going positive") se inicia en 1988, en ocasión de la disputa electoral entre el entonces vicepresidente George H. W. Bush (padre del actual), que nombró a Lee Atwater responsable absoluto de su campaña presidencial, y el demócrata Michael Dukakis. Cuando esto ocurrió Bush corría detrás de Dukakis por nada más y nada menos que 17 puntos.
¿Qué hacía Atwater en 1988, como máximo estratega de una campaña que parecía acabada? Recurría a un libro que durante algunos años lo acompañó como almohada: "El arte de la guerra", de Suz Tzu, escrito cinco siglos antes de la era cristiana. El chino, entre sus preceptos, afirma que el triunfo se basa, entre otras cosas, en "el conocimiento cabal del enemigo". Atwater desplegó su poderío basándose en medias verdades, para así distorsionar la realidad, cambiar el eje del debate, desprestigiar a sus rivales políticos. Aquí diríamos, entre nosotros, que su tarea era la del típico operador que embarra la cancha. La historia que causó impacto en el electorado fue la siguiente: Dukakis había instalado la idea del "Milagro Massachussets", donde había gobernado con un estilo impactante, que le permitía replicar un concepto de gestión para el resto del país. Era su máxima fortaleza y la causa principal por la que despertaba grandes adhesiones y el favoritismo electoral.
Dos efectos televisivos, pergeñados por el tal Atwater, sin embargo, no sólo frenaron ese ascenso, sino que marcaron el principio de la derrota. El primero fue haber revisado la gestión integral de Dukakis en Massachussets, área por área, sector por sector, hasta encontrar la grieta, su talón de Aquiles. Así fue que comenzó la denuncia. Dukakis no podría combatir el crimen en la nación más poderosa si, siendo gobernador, había autorizado las salidas provisorias del recluso Willie Horton y, en una de ellas, éste había violado y asesinado a una mujer, y todo por un programa que había sido promovido por la administración estadual. El segundo golpe fue una denuncia sobre la mujer del entonces candidato demócrata, Kitty, quien había incendiado una bandera del país en ocasión de manifestarse contra la Guerra de Vietnam.
El miedo fue instalado en el americano medio, la amenaza de quedar en manos de permisivos se comunicó deliberadamente, y, finalmente, el presidente electo en 1988 fue Bush. La oficina contigua a la de Atwater, en esa campaña, estaba ocupada por George Bush hijo, que había sido delegado por el padre para ejercer de "ojos y oídos". La campaña sucia de entonces incluyó más operativos contra Dukakis: que era adicto al alcohol, que portaba una enfermedad mental y que su esposa vivía tomando pastillas. Por cierto, la familia Dukakis no simpatizó jamás con esta nueva estrella de la política no electa de Estados Unidos.
Atwater tenía las cosas bien claras: su tesis doctoral se llamó "La campaña permanente" (allí decía: "establecer redes políticas estables y duraderas, que no sólo funcionen en el momento de una campaña electoral, sino que sigan vigentes y activas en el período entre campañas"). Y era moneda corriente la utilización de prácticas reñidas con la ética: pagaba encuestas que favorecían a su cliente, infiltraba a hombres entre los medios de comunicación, mandaba informaciones a periodistas para las conferencias de prensa. Sin embargo, nunca pudo comprobarse que tras todo este circo estaba la mano y el cerebro de Atwater ("No quiero convertirme en estadista ni en celebridad", confesó, cínico e ingenuo).
¿Por qué razón el "New Yorker" trae el recuerdo de este yuppie, que en sus años de estudiante tocaba la guitarra, y que, incluso, se lo recuerda en la campaña presidencial de Reagan acompañando al mismísimo B.B. King? El hecho lo contextualiza la actual disputa electoral en Estados Unidos, protagonizada por una tríada en la cual uno de los protagonistas está sobrando. La nota afirma que Hillary echó mano del recurso Atwater, tanto como el republicano John McCain. Y va más allá en su análisis, asegurando que "los términos de la campaña 2008 fueron colocados hace veinte años", momento de la irrupción del consultor de Bush padre. Y dice que el triunfo de Hillary en Pensilvania no puede esconder los datos de una encuesta que se hizo tras su victoria. Allí, el 68 % de los votantes manifestó que los ataques contra Obama eran injustos. Y de ese modo explican la caída de la imagen de la mujer en las proyecciones nacionales: "sus mofas se han hecho cada vez más repugnantes", afirma el artículo.
Otro dato que surge de la nota es una práctica que también ya está presente en la política argentina: el envío de cadenas de correos electrónicos en forma anónima. Una de las últimas que se vivió en Estados Unidos fue la que protagonizó el comité republicano para obtener fondos, asegurando que los proyectos de política exterior de Obama aún lo han ganado los líderes de Hamas. Incluso McCain repitió el concepto, con ironía, durante un encuentro con blogers: Obama espera sentarse con ellos para un cambio cordial de opiniones. Claro está que el precandidato demócrata ha rechazado esta versión, denunciado al terrorismo de Hamas, y, más aún, ha expresado su inequívoco apoyo a Israel. Sin embargo, estos correos electrónicos, enviados estratégicamente a votantes judíos en California, New York y Florida parecen decir: "Cuidado, Obama es un musulmán".
La nota de Dorothy Wickenden repasa los distintos cruces entre los comités de campaña, en la cual la lucha es minuto a minuto. No hay clasificación entre lo real, lo irreal, o lo que bien podría ser una mentira o una verdad a medias. Por eso la periodista retoma la figura de Atwater. Y para ello es conveniente saber lo que fue de aquel brillante estratega que supo encandilar con la rapidez de sus reflejos, su manejo de la información y la manipulación de la comunicación. Entonces habrá que decirse que luego de convertirse en el jefe del Partido Republicano, su principal esfuerzo estratégico y mercadotécnico fue ampliar las bases de sustentación del partido hacia las minorías. Bush había conseguido sólo el 10% del voto afroamericano y la idea de Atwater era que si los candidatos republicanos se hacían con el 20% de ese voto, podrían controlar la Casa Blanca, por lo menos, hasta el año 2000.
Un buen día de 1990, en Puerto Rico, protagonizó un incidente que recién días más tarde sería trágico: el 3 de marzo, durante una alocución en un acto de obtención de recursos para la campaña del senador Phil Gramm, comenzó a tener convulsiones y fue llevado al George Washington University Medical Center. El diagnóstico fue letal: un tumor cerebral inoperable. Con mucho optimismo, al gran operador sólo le quedaba un año de vida. Los meses que precedieron a su muerte, que finalmente sucedió el 29 de marzo de 1991 (el año de gracia se cumplió con maquiavélica precisión), fueron utilizados por Atwater para pedir disculpas a los políticos que había difamado, perjudicado y calumniado durante lo que duró su reinado en Washington.
La culpa por los pecados que confundieron a una nación fue tal que terminó convirtiéndose al catolicismo. Aunque su mayor legado, lo más sincero de aquella promesa ahora agonizante fue su testamento público, que salió en la revista Life. En el decía, y es aquí donde recobra vigencia su recuerdo: ""Mi enfermedad me ha ayudado a ver que lo que le hace falta a la sociedad estadounidense es lo mismo que me falta a mí: un poco de corazón y mucha hermandad... He adquirido más riqueza, poder y prestigio que la mayoría de la personas. Pero puedes tener todo lo que deseas y aun así sentirte vacío. ¿Cuánto de ese poder cambiaría por tener más tiempo con mi familia o una tarde con mis amigos? No sé quién será nuestro líder en los próximos años, pero debe ser alguien que hable sobre este vacío espiritual de la sociedad, este tumor que llevamos en el alma".
El "New Yorker" dice que esta visión aún hoy "está incumplida". Vaya novedad y vaya desafío. Y aunque el informe se remita a la política de la mayor economía de mundo, bien vale la metáfora para la política doméstica, que suele dar la espalda al mundo, a lo que sucede en otros sitios, como si esos sitios dependieran de lo que aquí ocurre para continuar marchando en procesos que, por ahora, en la Argentina parecen cuentos de ciencia ficción.
Obra de teatro y documental sobre su vida (trailer):

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